La vejez condenada en el campo mexicano; sin seguro, pensión, liquidación, ni nada | BREAKING

La vejez condenada en el campo mexicano; sin seguro, pensión, liquidación, ni nada

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Marino Carlos Rendón es un hombre 71 años, 21 de los cuales los trabajó en la zona agrícola de El Pañuelito, en la costa de Hermosillo, Sonora, al norte de nuestro país. Durante buena parte de su periodo laboral, don Marino guardó sus recibos de nómina para poder acceder a una pensión, una vez llegado a cierta edad: no le sirvieron, sus patrones no pagaban su Seguro Social.

Con sus 71 años cumplidos, demasiado viejo para soportar las jornadas extenuantes y las severísimas condiciones del trabajo, fue despedido sin más, y ni siquiera el sindicato pudo ayudarlo, pese a que, durante los mismos 21 años, consta en sus recibos, se le descontaron porcentajes por cuota sindical. No recibió nada después del despido. Ahora se dedica a recoger basura en una zona agrícola aledaña, es de las pocas opciones que le quedan.

La historia de don Marino es una de las cinco que componen el reportaje para El País de Zorayda Gallegos, que revela las condiciones de vida de los campesinos mexicanos, y cómo las empresas que controlan y explotan el suelo mexicano se han beneficiado personal e ilícitamente de cuanto apoyo estatal han obtenido.

Foto: Christian Palma para El País

Extrema pobreza, falta de seguro médico, exposición a químicos peligrosos, salarios risibles, acoso sexual, y muerte, son sólo algunos de los factores con los que jornaleros mexicanos tienen que desempeñarse, mismos que son revelados con soltura y nitidez por la pluma de Gallegos.

Don Marino vive, con sus dos hijos, su nuera y sus nietos, en una casa humilde de Miguel Alemán, una comunidad de unos 40,000 habitantes, que rodea las zonas agrarias sonorenses. Ahí siembra chiles, tomates, plátanos y con ello se asegura el alimento. La comunidad no tiene calles pavimentadas, todo es tierra, y los cables que alimentan de electricidad a las casas vecinas, se entrecruzan por encima de las cabezas de los que ahí viven.

El hombre de cara recia, nariz chata y grandes orejas, describe para Gallegos las condiciones de su trabajo en el Pañuelito: “nunca tuve seguro social, ni liquidación, pensión, ni nada… sí, era muy pesado… no podías descansar; para comer apenas te daban treinta minutos, y después, ‘vámonos a trabajar’… De tanto calor la gente se desmaya: nos tienen que dar sueritos para resistir”, detalla.

Así, bajo ese panorama general, don Marino trabajó 21 años. Aunque él y su familia son originarios de Guerrero, llegaron a Sonora con la promesa de un mejor futuro: llegaron a la zona agrícola de Sonora, una de las más importantes del país, y ahí se quedaron. “A esta región llegan cada año unos 35.000 jornaleros de otros estados del país a trabajar en unos 200 terrenos agrícolas de la zona”, escribe al respecto la periodista.

Las tierras que trabajó, desde luego, no eran suyas: pertenecen a una de las familias más acomodadas de la región: la familia Ortiz Ciscomani. Estos dos apellidos quizá resuenen en la memoria del lector. Sí: Héctor Ortiz Ciscomani, uno de los dueños de El Pañuelito y otras zonas agrícolas, fue secretario de Agricultura y Ganadería desde 2009 hasta 2015, sexenio en el que estuvo a cargo del estado Guillermo Padrés.

Hoy, como sabemos, tanto Ortiz Ciscomani como Padrés, tienen cargos de corrupción y malversación de fondos públicos. Padrés sigue preso, aunque le resta sólo la absolución de un cargo para quedar libre; Héctor Ortiz Ciscomani fue arrestado en 2016 por la Interpol, pero quedó libre en menos de cinco días gracias a la promoción de un amparo. Al día de hoy está libre, aunque girada en su contra una ficha azul (preventiva) de la Interpol, que le impide salir del país y reportar constantemente su paradero.

Una historia de corrupción

Desde que Héctor Ortiz Ciscomani fue llamado por Padrés Elías para formar parte de su gabinete, la familia del primero obtuvo grandes y jugosas ganancias, a costa del estado y la federación. Entre 2009 y 2011, entregó a empresas cuya propiedad comparte con sus hermanos, hijos, y cuñadas, alrededor de 36 millones de pesos de fondos públicos.

Estas empresas son: El Chipilón, La Consentida, Agropecuaria Chipa, Orcis Shadehouses, y, desde luego, El Pañuelito.

A costa de los programas estatales y federales de estimulación agrícola, como el Programa de Estímulos a la Productividad Ganadera, Programa de Adquisición de Activos Productivos y el Proyecto Estratégico de Tecnificación del Riego 2010, y el Programa de Apoyo a la Inversión en Equipamiento e Infraestructura 2011, que estaban destinados a la adquisición de tractores, infraestructura, y equipo que haría más fácil el trabajo de los jornaleros, Ortiz Ciscomani lo inyectó a sus empresas familiares.

Una vez terminado el sexenio, el Juez segundo de distrito giró en su contra una orden de aprehensión por malversación de fondos y ejercicio abusivo del cargo público. La investigación de la Fiscalía Especializada en Hechos de Corrupción tomó también el caso, y le imputó el desvío de otros 49 millones de pesos por la cabalgata “Bicentenario” que organizó de la mano de Padrés Elías.

Esa cantidad pretendió ser justificada con más de 60 facturas, 19 de las cuales resultaron falsas, de acuerdo a lo dictaminado por el Instituto Superior de Auditoria y Fiscalización (ISAF).

Ya en 2017, con Ortiz Ciscomani fuera de la cárcel, la Interpol giró una treintena de fichas azules en contra el ex secretario, sus socios, colaboradores y familia, por estar involucrados en la extensa y compleja red de desvío de recursos y enriquecimiento ilícito.

Entre los familiares investigados están su hermano, César Eduardo Ortiz Ciscomani; su esposa, Marcela Quiroz Grijalva; su cuñada, Guillermina Bravo; su hija, Paloma Fernanda Ortiz Quiroz; su hijo, Héctor Jesús; su sobrina, María Alejandra Ortiz Bravo; y su sobrino Eduardo Ortiz Bravo.

Casa de don Marino. Foto: Christian Palma, El País.

De vuelta al Pañuelito

La historia de los jornaleros del Pañuelito no es nueva, desde 2012 habían denunciado las condiciones de trabajo en las que se encontraban. El medio noticioso, Sin Embargo, lo cubrió entonces ampliamente: los testimonios de los jornaleros incluían fotografías, grabaciones y entrevistas. Todos, no obstante, pidieron permanecer en el anonimato, por temor a represalias.

Desde entonces se sabía que niños de entre 10 y 16 años trabajaban ahí jornadas de más de doce horas, provenientes de Puebla, Guerrero, Oaxaca, y Chiapas. Se contrata a los niños porque requieren menos descanso, menos agua, y resisten más el calor y otros factores naturales, que los adultos y que los viejos. Las familias, necesitadas del dinero, no tienen de otra que enviar a sus vástagos al jornal. Algunos murieron en accidentes, todos sufrían, y sufren, de deshidratación, diarrea y otras enfermedades.

En el Pañuelito hay en total seis construcciones de ladrillo pelón, galerones, le llaman, que tienen cada uno diez cuartos, en cada cuarto vive una familia, muchas de hasta seis integrantes, como la de don Marino. Sin camas, sin baños, sin agua corriente, viven hacinados y duermen en tablones cubiertos de plástico y trapos.

El reportaje de Gallegos, ya en 2018, revela prácticamente las mismas condiciones: menores trabajando de entre doce, catorce y dieciséis años: sin seguro social, sin garantías de seguridad, sin nada. Explotados, extenuados, una guardia privada los vigila durante las jornadas para que no escapen. “La verdad la gente aquí está secuestrada”, comenta para Gallegos Cirilo Bautista, líder de los indígenas triquis de la zona.